Ocurre algo curioso cuando vivimos una situación de gran tensión, debida a un momento crucial en nuestras vidas o a una discusión acalorada. Nuestro organismo se altera de tal manera que nos tiemblan hasta las pestañas y sentimos que el corazón se nos va a salir por la boca al tiempo que la cabeza nos estalla en mil pedazos. Somos vulnerables. Y eso no nos gusta.
Es tal la tensión acumulada por nuestros nervios, tal el empeño en evitar llorar, que cuando dicha tensión se libera, los ojos se humedecen a la velocidad del rayo y el nudo que hay en nuestra garganta se va deshaciendo, dejando huella a cada uno de sus pasos, doliendo en silencio. La respiración se entrecorta y nos sentimos como un bebé cuando se priva.
Cuando llegamos a ese punto, se marca un antes y un después en nuestro carácter. Ya sea grande o pequeño, lo notemos o no, se produce un click en nuestra actitud. A veces hasta se puede oír. Otras veces, lo mostramos en nuestros actos. Dejamos rastro de nuestro infierno particular, el cual intentamos por todos los medios ocultar pero quienes nos conocen bien lo descubren en nuestra mirada, en el timbre de la voz, en los gestos que forzamos para que no se note la impotencia, la rabia, el mal cuerpo que nos dejan las confrontaciones con personas a las que queremos.
Ojalá estas cosas no pasasen e hiciésemos uso más a menudo de la humildad. Ojalá de vez en cuando, nos pasase lo que escuché una vez en un programa de cocina, que como la cebolla perdiésemos el orgullo cuando nos calentamos. Que nos reblandeciéramos y dejaramos de provocar lágrimas a quien nos va quitando las capas. Y quedarnos desnudos tal como somos. Vulnerables.
Para terminar con mis deseos de hoy, espero que tengáis un estupendo lunes, que lo cojáis con fuerzas y se os haga llevadero.
Aunque seguramente ya la haya puesto en algún otro post, siempre consigue calmar mis nervios:
Besos!
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